domingo, 13 de octubre de 2019

Una chica revoltosa



Marzo del 2016

Me encuentro de pie en la entrada del tanatorio Sancho de Ávila. Por suerte no hay mucha gente. Desde el final del pasillo, veo como se acerca mi hermana menor. Al llegar frente a mí, sin mediar palabra y con cara compungida, me entrega un guante quirúrgico transparente. Dentro, hay dos anillos dorados. 

Al llegar a casa tras los trámites del funeral, lo primero que hago es entrar en mi dormitorio, enciendo la luz, me siento en el borde de la cama y meto la mano en el bolsillo del abrigo. Allí sigue el guante, con ese tacto particular entre suave y pegajoso. Lo saco. Lo abro y miro dentro. Puedo ver una alianza de boda algo desgastada por el paso de los años y otro anillo más ancho con unas iniciales grabadas en letra antigua. Ambos están manchados de sangre. Un escalofrío recorre mi cuerpo. Me crea un sentimiento contradictorio y los dejo tal como están, dentro del guante, sin lavar. Cualquier muestra de vida es bienvenida. Empiezo a pensar e imagino que será consecuencia de la vía puesta en el hospital en el intento de salvar su vida. En ese momento, esas manchas rojas, pasan a simbolizar su último aliento y no podía acabar con su recuerdo, con un simple jabonazo. Me tumbo en la cama y me vienen imágenes de muchos de los momentos vividos, también las historias que me contaba siendo yo muy pequeña y que hoy, las podía ver pasar por mi cabeza como una película, tan reales como su propia historia. 
Magdalena; así decidieron llamar a la más pequeña de los ocho hijos que tenía la pareja de campesinos navarricos, concretamente del pueblo de Buñuel. Los años treinta para esta familia eran momentos de austeridad pero sin pasar falta alguna. Disponían de tierras donde cultivar buenas alcachofas, el apreciado espárrago y alguna de las hortalizas características de la zona, lo que les dotaba de sustento económico y nunca les faltaba un plato en la mesa. También poseían un pequeño establo donde disponían de un puñado de animales de granja con los que cubrir el resto de necesidades nutricionales diarias: buena carne, leche y huevos. 
Magdalena se crió en el campo, viendo trabajar a su padre todo el día, del amanecer hasta la puesta de sol. Ella, de cara sonrosada y picarona era la niña de sus ojos. El patriarca soñaba con que fuera quien lo cuidase un día de viejo, pero sus deseos iban mal encaminados. La rebeldía invadió el libre espíritu de la moza, que desde muy temprana edad se negó a realizar tareas propias del campo y frecuentemente, para evitarlo, se escondía subida a los árboles frutales o desaparecía caminando por las colinas del desconcertante paisaje de las Bardenas Reales. Ella, la más pequeña, ya pasada la guerra civil, con solo 14 años, quería imitar a sus hermanas mayores y marchar a los pueblos vecinos a prestar sus servicios como doncella en las casas de los mejor posicionados. Eso suponía acceder a un mundo de cultura y conocimientos que le enseñase a observar la vida desde otra perspectiva. 
Semana tras semana, en plena adolescencia, esperaba con ansiedad la llegada del domingo. La vigilia dejaba preparado su mejor vestido al lado de su cama y se dormía tarareando alguna de las melodías que la semana anterior había escuchado tocar a la banda de música. Por la mañana bien temprano, todas las mujeres de su familia irían a misa en la Iglesia de Santa María de Magdalena de Tudela. Para ella, era un lugar especial que le incitaba a pensar que algún día la virgen le ayudaría a cumplir todos sus sueños. Pero lo que más anhelaba, era poder escuchar la banda, que como cada domingo tocaba su repertorio musical en la plaza de los Fueros, dirigida por el maestro Luis Gil Lasheras, conocido y reconocido por sus diversas propuestas en zarzuelas y por promover la música tradicional tudelana. Magdalena amaba la música y todo lo que la rodeaba. Se quedaba prendada mirando al director, viendo cómo agitaba la batuta con ímpetu y decisión y de vez en cuando, éste, mientras dirigía a sus músicos y viendo la cara embelesada de la muchacha pegada a la barandilla del quiosco, le guiñaba un ojo con media sonrisa. Ella se ruborizaba y la fina piel de su cara se tornaba rojo amapola. Su corazón latía fuerte, tan fuerte, que sus latidos casi podían formar parte de la pieza musical. Así pasaba la hora que duraba el concierto, flotando entre notas. Cuando llegaba el momento de regresar a casa lo hacía con honda tristeza, le gustaba el ambiente de Tudela, la gente con sus trajes modernos y hermosos sombreros. Observaba en la plaza el ir y venir de hombres y mujeres, los niños corriendo, maquinando juegos y travesuras. De mientras, su madre aprovechaba para relacionarse con otras mujeres de su misma condición, a las cuales se les intuía en la piel el duro trabajo diario pero a la vez, se las veía satisfechas, plenas por haber sido capaces de cumplir su función fundamental como madres de familia. Magdalena la quería, aunque no tanto como a su padre que la colmaba disimuladamente de cariños y entendía en cierta manera, su inquietud por la vida. 
El tiempo iba pasando y la moza se contentaba con poder mirar muy de cerca, desde casa, el hermoso paisaje de las Bardenas Reales. Tan diferente al verde de los cultivos, con ese color ocre tipo desierto, era del todo hermoso. Estaba convencida, que no existía paisaje tan bonito en todo el mundo, por lo menos, en el mundo que ella imaginaba. Pero aún así, nada la persuadía a abandonar la idea de un día marchar, ni siquiera el alto amor que sentía por su padre. Aunque sí que le dificultaba el cumplir su deseo. 
Llegada la primavera de 1941, dos de sus hermanas se habían ido a probar suerte a Barcelona. A través de las monjas carmelitas las habían colocado en una casa de una familia burguesa y según contaban en sus cartas, era un trabajo entregado a jornada completa pero mucho menos duro que labrar el campo. Ya en ese momento, su padre se entristeció mucho y estuvo varios días sin probar bocado. Finalmente, no le quedó otra que aceptar que las cosas estaban cambiando y que, si realmente quería poder dar un futuro próspero a sus hijas, debía dejarlas ir. 
Poco después, a Magdalena le salió la oportunidad de trabajar como sirvienta en una casa tudelana. Su madre le dio la noticia el último domingo de mayo. Por lo visto, la esposa del director de orquesta necesitaba ayuda para poder realizar sus quehaceres y cuidar de su última hija. Al enterarse, la muchacha, no se lo podía creer e intentó disimular su alegría. -En casa del director de orquesta, eso sí que era una buena noticia -pensó para sus adentros. A sus 16 años tenía un cuerpo bien formado y esbelto, era una moza guapa y altiva que llamaba la atención de los hombres más mayores por sus formas y saber estar, lo que facilitaba el poder acceder a este tipo de trabajos. 
El primer mes de trabajo fue difícil. Adaptarse al carácter de la señora era más que cansado. Su humor cambiante y seco le hacía acostarse más de un día llorando. Por suerte, estaba el maestro Gil que siempre que podía le hacía sonreír. 
Con el paso de los días se fue adaptando y aprendió a consolarse con tener el privilegio de poder escuchar los ensayos del señor mientras escribía sus nuevas partituras. El cual, alguna vez la había encontrado escondida detrás de la puerta escuchando atenta cada una de las notas. Ante este descubrimiento él, con cara de verdadero interés le decía -¿Te gusta?- y Magdalena afirmaba sin dejar de mirarlo. Había una canción que se repetía sin cesar una y otra vez. Era alegre, de aire festivo. Un día de esos que la sorprendió escuchando, la hizo pasar a la habitación, sentarse en una silla y escuchar toda la melodía. Sin mirarla le dijo: -¿Y si te dijera que la he escrito para ti?-. En esos momentos, Magdalena creyó en la virgen y tuvo la sensación que su sueño se había hecho realidad. A su joven edad estaba tan segura. Continuó diciendo, -Tu pasión hacia las notas de mi música han sido la alegría de mi día a día. A esta canción la llamaré “La revoltosa” y será símbolo de cómo se mueve mi corazón ante tu presencia, al igual que yo intuyo que se mueve el tuyo con mi música.-
Allí comenzó una historia prohibida que cambió la vida de mi abuela. Tumbada en mi cama imagino lo difícil que sería para ambos el aguantar la incomprensión y la crítica de la sociedad de esos tiempos. Una chica de 17 años con un hombre treinta años mayor que ella. La imposibilidad de conseguir un divorcio y con ello, consumar su matrimonio de forma legal. Pero también veo la fortaleza de las convicciones y del propio amor. Hoy con esos anillos en mi mano, símbolo de un amor real. Un amor que inspiró el nacer de una canción que cada año la bailan cientos de personas danzando alrededor del quiosco de la plaza de los Fueros de Tudela y, en ella, desde el mayor de los secretos, representa el latir de dos corazones creando un torbellino de sentimientos. Porque a las personas si hay algo que nos mueve, es la música; si hay algo que nos mueve, es el amor. 

Conchi Gil


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